19/09/2024

Los responsables del atentado a la AMIA, con nombres y apellidos | Las revelaciones de “30 días”, el libro de Alejandro Rúa



El abogado Alejandro Rúa es, seguramente, el argentino que más sabe de la investigación del atentado contra la AMIA. Encabezó la Unidad AMIA del Ministerio de Justicia, que coordinó los esfuerzos del Estado en la investigación del atentado, por lo que conoce todo desde adentro. Con ese nivel de conocimiento, escribió 30 días. La trama del atentado a la AMIA (Editorial Planeta), un libro corto, vibrante, casi una novela policial, en el que, asombrosamente, le pone nombre y apellido a casi todos los que tuvieron que ver con el ataque: quiénes compraron la camioneta del atentado, quién ingresó los explosivos al país, quién fue el ingeniero del coche-bomba y muchísimos otros detalles. También admite que algunos hechos y nombres -muy pocos- todavía se desconocen. 

Hay varios episodios que Rúa ventila por primera vez. Por ejemplo, que el equipo israelí de rescate encontró “dos pies enteros y partes de la pierna izquierda que, se estimó, pertenecieron al conductor suicida”. Esos restos desaparecieron, así como un pedazo de tela del jean del atacante. Se los llevaron los israelíes o los norteamericanos, no se sabe. Tal vez lo más notable es que Rúa esboza una hipótesis muy verosímil y que no se transitó hasta ahora: no se trató de un atentado ordenado por Irán ni con participación de la embajada de Irán, sino que el ataque fue perpetrado por un grupo de libaneses, fanáticos shiitas, anti-Israel, anti-judíos, influenciados por los encendidos mensajes de Mohsen Rabbani, al frente de la mezquita de Al Tahuid, en Flores. Vivían por entonces en Ciudad del Este, Foz de Iguazú y Buenos Aires. Rúa enumera otros ataques similares -en Estados Unidos y Europa- donde no intervino una estructura estatal, sino un núcleo de fanáticos fundamentalistas islámicos. 

Día por día

En las páginas de 30 días se enumeran hechos que se fueron sucediendo entre el 1 de julio y el 30 de julio de 1994, día por día, aunque va dando un contexto anterior y posterior.

El punto fuerte es que son datos actualizados, o sea que surgieron en todo el proceso de investigación hasta hoy, no como la desclasificación del informe de la SIDE de 2003, que ya fue superado por evidencias de todo tipo. Es material viejo que los propios israelíes y norteamericanos ya demolieron, como se evidenció en el informe que la Mossad filtró al New York Times el año pasado. 

El punto débil de 30 días, que es también el punto débil de la causa judicial, es que la base de buena parte de la investigación son los informes de inteligencia israelíes y norteamericanos.  Rúa intenta seleccionar lo que, a su criterio, es creíble de lo que no es creíble en lo que dijeron la CIA y la Mossad. Por ejemplo, hubo dos indiviudos que fueron a comprar la camioneta a casa de Carlos Telleldín. Ese vehículo estalló después en la mutual judía. Pero Rúa cuenta que esos dos terroristas solían comunicarse, vía un call center de Nueva York, con teléfonos en El Líbano relacionados con la organización libanesa pro-iraní Hezbollah. ¿Quién verifica que esos eran teléfonos vinculados a Hezbollah? Los servicios de inteligencia, principalmente israelíes. Eso ya siembra duda, porque el gobierno israelí siempre quiso inculpar a sus grandes enemigos, Hezbollah e Irán. Por lo tanto, son datos que entran en el terreno de la duda y, por supuesto, tienen relativo peso como prueba judicial porque no hay cómo verificarlos.

Aun así, Rúa toma la parte que le parece cierta y que encaja con el resto de las piezas de la trama. 

Una carrera dramática

Rúa despliega un relato apasionante sobre el seguimiento, al milímetro, que le hacía la SIDE a todos los funcionarios de la Embajada de Irán en la Argentina, incluyendo el agregado cultural y clérigo Rabbani. Les tenían todos los teléfonos intervenidos y, según cuenta el libro, parte de las grabaciones se perdieron. Es otro episodio bochornoso de la actuación del Estado argentino. 

Lo cierto es que el atentado se perpetró pese a semejante vigilancia a “los turbantes”, como les decían en la jerga interna de la SIDE. El libro es cauto, describe los hechos y no se pronuncia en forma categórica. En principio, no se inclina por la idea de que, intencionalmente, dejaron correr el atentado. Parece sostener la teoría de que había un error de diagnóstico: los terroristas no eran los iraníes, sino el grupo de libaneses cuyo pastor era Rabbani, pero que -según trasluce el libro- no fue el planificador ni el líder del ataque.

Alejandro Rúa, autor de “30 días”.

Rúa hace referencia a atentados similares. Por ejemplo, un coche bomba puesto en los subsuelos de las Torres Gemelas en 1993. Murieron seis personas y hubo mil heridos. El explosivo no logró voltear las torres, lo que luego consiguieron los terroristas en 2001. Pero en el ataque de 1993, el protagonismo lo tuvieron seguidores del imán ciego Abdel Abdel-Rahman de una mezquita de Brooklyn. Lo mismo ocurrió en varios atentados de aquella época en Europa y en Bangkok, Thailandia. Se trató de grupos sin vinculación estatal, sino fanáticos contra Occidente, Israel y los judíos. En el documental de Netflix sobre la muerte de Alberto Nisman, el delegado de la CIA en la Argentina, Ross Newland, y el enviado del FBI a investigar el atentado, Jim Bernazzani, revelaron que se buscó involucrar a Irán, pero que no había evidencias. Rúa recorre ese camino: no participó la embajada de Irán ni Rabbani, sino adherentes al imán, libaneses. Pone los nombres, uno por uno.

Razones del atentado

El otro dato inédito de 30 días tiene que ver con lo que siempre se mencionó como el móvil del atentado: que la Argentina incumplió a Irán un acuerdo de provisión de materiales nucleares. En el expediente -cuenta Rúa- declaró como testigo Rafael Grossi, argentino, director general de Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés). Grossi es uno de los mayores expertos del mundo en material nuclear y está en la IAEA desde hace décadas. “Esa versión no tiene la menor seriedad”, declaró. Y aportó una larga serie de explicaciones técnicas.

En cambio, para Rúa, es creíble que el grupo libanés, que residía en Ciudad del Este, Foz de Iguazú y Buenos Aires, emprendió una venganza por acciones israelíes en El Líbano: el secuestro de Mustafá Dirani y la muerte de Abbas Musawi, producidos poco antes del atentado. Y los atacantes -salvo obviamente los suicidas- integraban el mismo grupo que actuó en la Embajada de Israel. Rúa le pone el nombre a todos, incluyendo el suicida en el caso de la Embajada, pero no al de la AMIA porque los estudios de ADN demostraron que no fue Ibrahim Berro, como había afirmado el fallecido fiscal Alberto Nisman.

Un ataque prevenible

Aunque el libro se terminó de escribir antes de la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), la coincidencia con ese fallo es total. Dice la Corte IDH que el atentado podía haberse evitado, algo que se detalla en 30 días, con los fallidos seguimientos a los iraníes y a los fieles de la mezquita a la que concurrían los libaneses que actuaron en el atentado. Todo fue caótico y descuidado: el patrullero que custodiaba la AMIA -cita la Corte IDH- carecía de batería, o sea no se podía mover, y tampoco tenía un aparato de radio para comunicarse con otros policías. Y -remarca la Corte IDH- un ciudadano brasileño, Wilson Dos Santos, se presentó en el consulado argentino en Milán y advirtió que habría un ataque en Buenos Aires. Está claro que la AMIA, un edificio emblemático de la comunidad judía, era un objetivo en riesgo y no lo cuidaron razonablemente, como dice la CIDH. 

Cuando falta un mes para que se cumplan 30 años del atentado, el libro de Rúa es concreto, preciso y tiene algo de thriller. Plantea polémica, porque tiene mucha información originada en los servicios de inteligencia, pero al mismo tiempo se aleja de los clichés y de buena parte de los modelos geopolíticos que viene planteando la derecha internacional desde hace tres décadas. 



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