Con ocho años, al más pequeño de mis sobrinos le dio por decir dos cosas: la primera, que su madre había votado a Milei. La segunda, que le iba a pedir a los reyes una pelota con la bandera de Estados Unidos. Educado en una familia de tradición progresistas, el nene, que es muy espabilado, sabía que aquello tenía todas las papeletas de escandalizar.
Un año antes, con siete, me había enseñado uno de los juegos de su tablet, que consistía en ser un emprendedor del mundo petrolero, encandilado por esos hombres de turbantes que cada cierto tiempo se van de rebajas y se compran un equipo de fútbol. El juego consistía en construir un pozo de petróleo en una aldea y si te iba bien otro en un pueblo más grande; luego inaugurabas una filial en una ciudad y, si lograbas prosperar, ponías tu último pozo en la luna. Cuando le pregunté para qué querría poner un pozo de petróleo en la luna, me respondió con lógica reprobación: “Está claro, sino no gano el juego”. Con siete años, y sin saberlo, ya estaba jugando a ser CEO con mentalidad de tiburón.
Pienso en ello mientras leo un artículo que habla de lo fachos que están saliendo los pibes. No solo los cachorros de la derecha a los que solo les falta saltar de vereda, sino que están saliendo fachos hasta los nuestros. Reconocen lo que ya sabía Pasolini: que lo facho ya no es lo que era. El italiano señalaba a la sociedad de consumo como el “nuevo fascismo” y decía de ella que “ha transformado profundamente a los jóvenes, los ha tocado en su intimidad, les ha dado otros sentimientos, otros modos de pensar, de vivir, otros modelos culturales”. Según él, “no se trata, como en la época de Mussolini, de una regimentación superficial, escenográfica, sino de una real que les ha robado y cambiado el alma”.
Es verdad que los ídolos de la mayoría de los jóvenes no son Bolsonaro, Le Pen o Javier Milei, sino influencers, youtubers, blogueros, líderes de opinión virtual, jugadores de fútbol, deportistas de élite, cantantes de música envasada que se pasan el día vendiendo una forma de vida sostenida en el consumo extravagante, en los beneficios del mercado, en la riqueza extrema, en el robo infesto que producen los impuestos. Todo un catálogo de deseos neos inyectados en lo más profundo de la médula social.
El fútbol es un claro ejemplo y espejo donde se miran estos pibes, y lo que ven es un espectáculo de brillantina y confites -claro está, también de fútbol- pero espejo al fin de un juego sostenido bajo la intensa obsesión por la riqueza del aquí y ahora, inmediata, precoz, insertado en sociedades construidas bajo la desigualdad, la indiferencia y la deshumanización. Todo muy sutil, muy amable, muy aséptico.
Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época. En la nuestra son a veces imperceptibles, pues los mandatos se disfrazan de libertades. Hemos desembarcado en un porvenir que no es el nuestro. Con la ira enquistada en el esófago: socializando perdidas y privatizando beneficios. Sin quererlo, ni desearlo, nos ha pasado la desdicha por encima. Al final, no somos tan distintos a mi sobrino pequeño. Todos sabemos como funciona el juego.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979
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