09/10/2024

Elogio de la selva y la monería



Quienes desde niños frecuentamos las otrora densas selvas chaqueñas, sabemos que todas las especies zoológicas de los que fueron maravillosos bosques de quebrachos, lapachos, urundayes y otras especies, corren peligros finales de extinción.

Desde siempre la fauna local fue perseguida por cazadores furtivos, pero hace un par de décadas el desenfreno de la sojización impuso sistemáticos desmontes que están dejando bosques ralos que son como islas, y de los cuales todas las especies animales están huyendo para vivir en los centros urbanos y en especial en Resistencia, la capital chaqueña. Donde dolores y rabias aparte, las ciudadanías se acostumbraron a convivir con diferentes faunas.

En la misma cuadra y frente a donde vive este columnista, en las afueras de Resistencia, hace casi un año se ha instalado a vivir una familia de monos carayá que suele cruzar de veredas andurreando por las alturas de la cuadra arbolada. Entre algarrobos, lapachos e ibirá-pytás que dan al río Negro, sólo ocasionalmente se los ve en familia.

Hasta hace más o menos un año apareció el primero, el macho negro y grandote que ilustra esta nota, quien a pura cara fiera se instaló en lo más alto del bosque ribereño (aquí cruza el río Negro, tributario del Paraná). Todas las mañanas grita un poco y de vez en cuando al caer las tardes rapiña algunos tachos de basura. Al principio los vecinos de enfrente le dieron garantías de buen trato y comida con tal de que no jodiera. Y el tipo se lo tomó bien, tanto que un mes después volvió una noche, como en el tango, pero en compañía con un ejemplar más chico y marrón, hembra seguro.

Y así luego de unos meses se instalaron en la vereda de enfrente y con la hembra, rubia y bonita, se convirtieron en nuestros vecinos y viven a unos 30 o 40 metros de altura. Desde ahí y de rama en rama cruzan de vereda a vereda saltando la arboleda y últimamente hasta se atreve, el macho negro y jetón, a remedar a los tantos gorilas africanos que uno ha visto en películas de Tarzán cuando era un niño.

Individualistas y desconfiados, al menos en esta cuadra suelen corretear aunque también ejercen de curiosos inclaudicables: de mirada insistente y desconfiado como funcionario corrupto, algunas veces él aprovecha ser conocido y aceptado en el barrio y pasa por mi muro y mi lapacho como Pancho por su casa, curioseando el vecindario desde las alturas y espantando a un tucán bellísimo, señorial y desconfiado y que también es del barrio pero, chúcaro como él solo, siempre zafa volando por arriba de todo y quién sabe a qué destino cercano porque, también, siempre regresa.

Esta nota, es evidente, sólo pretende denunciar que la vida de todas las especies en los montes, bosques y selvas subamazónicas es cada vez más incierta. Como la vida argentina, podría decirse, que también está hoy en proceso de exilios y reacomodos hogareños.

Lo cierto es que debido a la desprotección de los animales por parte de los sucesivos gobiernos, nacionales y locales, hoy son muchas –cada vez más– las especies en peligro de extinción a causa de la caza dizque “deportiva” o comercial, los incendios de bosques y el desmonte insensato y bestial que aquí se practica con total impunidad.

En las pocas selvas del Chaco que todavía sobreviven a la barbarie supuestamente “productiva” del estúpidamente llamado “progreso”, quedan ya muy pocos territorios de vegetación natural. Y ni se diga los maravillosos montes de quebrachos que desde el siglo 19 sostuvieron las vías de todos los trenes del mundo.

Por ahí también circulaba mi padre, viajante de comercio, cuando además del ferrocarril sólo había caminos de tierra y había bandidos que asaltaban almacenes y quizá lo único que funcionaba normalmente era la vida animal, cuyo necesario equilibrio natural de fauna autóctona era hermoso, no sólo de ver sino de sentir porque las faunas chaqueñas, como las de Formosa y Santiago del Estero, y las correntinas y misioneras y las del Norte santafesino, jamás atacaban humanos si no eran molestados o provocados.

De ahí que los pobladores, los baqueanos aborígenes o criollos que todavía quedan y pucherean como pueden, no se espantan ante apariciones de bichos sólo potencialmente peligrosos, aunque sí, por la mishiadura, más de una vez los matan para morfar y sin culpas.

Animales de todo tipo, gordos y flacos, voladores y rastreros, habitan todavía frondas arbóreas bien tupidas y para ellos seguras; beben y se bañan en las lagunas bellísimas que hay en los bosques chaqueños, en paralelo a las costas del río Bermejo. Y todos conviven en milenarios y complejos equilibrios: garzas con pecaríes; yacarés con tapires, ñandúes y carpinchos. Claro que ahora se ven menos, porque también se rajan y prefieren el amparo del elocuente silencio de la naturaleza. Así los tatúes, lobitos, gatos monteses y los subrepticios pumas, que abundan tanto como escasea el rey de las selvas chaqueñas, el emblemático y bello yaguareté, siempre esquivo y anhelado como novia que nunca llega. Y que parecía extinguido hasta que una fundación ambientalista gringa empezó a restaurar ambientes y cuidar faunas con una dedicación y amor al bicherío conmovedores y ejemplares.

Todos los animales de la selva son territoriales, y peligrosos si se los perturba. La convivencia alerta, e implica respetos, y en la literatura argentina hay textos extraordinarios acerca de ese mundo admirable, esa sociedad animal basada a su manera en reglas, como narraron Horacio Quiroga y Gustavo Roldán, por lo menos. Ellos amaron y respetaron la naturaleza y describieron los peligros que corren todas las especies: el hambre y la sed en tiempos de sequías y los cazadores furtivos siempre. Hasta que apareció el peor enemigo: la sojería. Y la agroindustria que genera fortunas para pocos y un desastre ambiental para todo el mundo.

Es claro que al leer estas divagaciones algunas personas se preguntarán por el origen de la connotación política despectiva del término “gorila” en nuestro país, cuestión que nos lleva de la Zoología a la Semántica. Y la respuesta es que el gorilaje criollo nació de una broma popularizada en un exitoso programa radial porteño de los años 50. En la película Mogambo, Clark Gable, galán de la época, era un cazador que en África enamoraba a Grace Kelly, quien al oir un rugido se arrojaba a sus brazos temblando y entonces Clark le decía: “Calma, querida, deben ser los gorilas”. Y como en Buenos Aires corrían rumores golpistas, dos humoristas famosos, Délfor Dicásolo y Aldo Cammarota, popularizaron en su programa “La revista dislocada” un jingle muy pegadizo que decía: Deben ser los gorilas, deben ser / que andarán por ahí”.

Así se designó para siempre a los militares y civiles que conspiraban para derrocar a Perón. Lo consiguieron en 1955 y el vocablo zoológico se universalizó como sinónimo de odiador, violento, autoritario y antidemocrático. Lo que es absolutamente injusto para los pacíficos y hasta quizá amigables gorilas africanos. Y ni se diga sus parientes criollos, los carayás chaqueños. E incluso para militares honorables, que todavía quedan.

Pero no para los dirigentes políticos neoliberales y vendepatrias que ahora se nuclean alrededor del presidente, ese destartalado mental que hace muecas y grita haciendo, claro, monerías de típico irracional que espera un Premio Nobel y no le da vergüenza. Habrase visto, como decía mi madre.



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