Graciela Montes nos decía: “Los mundos imaginarios. Los juegos. Pequeños juegos privados y fugaces que apenas son un dibujo secreto”. El receso invernal genera una pausa, un paréntesis en la lógica escolar que nos permite jugar sin tiempos. Pero también nos regala por un rato la distancia para pensar la escuela desde afuera y repensar también sus encuentros. El edificio escolar como edificio, como muros que sostienen y agolpan juegos que tienen tiempos preestablecidos, lugar donde se espera algo particular de todas las personas que lo habitan sin reparar muchas veces en lo particular que esas personan son. Porque la escuela además de sitio es relación, entre saberes y entre personas. Allí transcurre la educación y la alteridad.
Desde este renglón vacío en estos días de descanso podemos disponernos a una mirada crítica y sensible acerca de los modelos educativos tradicionales que homogenizan y excluyen. Proponernos mirar de cerca un enfoque alternativo basado en el reconocimiento y la valorización de la diversidad. Porque es ahí donde entramos y nos (en)tramamos, (en)tre reflexiones y palabras de lo posible. Palabras sueltas, otras reunidas, palabras que interpelan y que nombran incluso allí donde aún se cuestionan las vocales y los géneros. La pedagogía de la norma y sus cimientos tradicionales muchas veces nos han dejado en silencio, escondidos, en rincones desprovistos de iguales. También alejados de otredades que enlacen desde sus propios relatos.
La norma que busca homogeneizar sostiene y se sostiene en perpetuar una exclusión, donde algo queda fuera. Esta no consideración de las diferencias particulares, culturales y sociales establece una ficción que invisibiliza en múltiples prácticas, relatos, selecciones de contenidos y dinámicas institucionales. La idea de un “alumno ideal” y la evaluación estandarizada (única medida del aprendizaje) refuerzan estereotipos y reproducciones que son reclamadas por la misma comunidad como instancia “tranquilizadora” que trae al presente el pasado de esas personas adultas que constituyen la escuela. Personas que a su vez recorrieron la misma lógica escolar, ignorando (ignorados) incluso las múltiples formas no solo de aprender sino también de ser. Una ficción que reconfirma.
Lo dócil, acrítico y previsible frente a lo novedoso, disruptivo, contracultural de un espacio y un tiempo para la alteridad. Ese es el desafío que se vuelve punto de partida. Las diferencias “en” la pedagogía como ese “entre” que visibiliza, reconoce y valora la diversidad. No se trata, claro está, de instancias de tolerancia con respecto a las diferencias sino de una escuela que aloja y celebra lo particular que a su vez le es constitutivo. La infancia es entonces un tiempo de invención y la escuela ese sitio para que los inventos tengan lugar.
La conversación como herramienta pedagógica: corría el año 1982 cuando propuse a mi maestra de segundo grado viajar a la luna. Yo, un estudiante diferente, de esos a los que les costaba encajar en las formas preestablecidas, a quienes les gusta traducir el mundo de manera sensible, de aquellos niños que expresan la masculinidad en formas alejadas de las estipuladas por el heteropatriarcado. Ella, una maestra con escucha. Más de gestos que de letras. A ella dije: Quiero viajar a la luna. Y como un trazo indeleble recorriendo el aire, mi deseo fue pescado por su inteligente anzuelo. “Viaje a la luna” se escribió en el pizarrón con porosos colores. Sin darnos cuenta nos introdujo en un mundo de ficción, entramos al juego, nos convertimos en protagonistas de un relato a la vez que lo escribíamos.
El clima del juego es un clima de magia, de misterio, un otro tiempo. Diseñamos la nave que se construiría con chapas del baldío del barrio, el responsable sería uno de los chicos cuyo papá tenía un taller. De comida para el viaje habíamos pensado en caramelos, de gustos varios para que no falten la fruta y la menta. Votamos quién sería el comandante del vuelo. “El jefe”, decían en la tripulación. ¿Quién pasa a escribirlo en el pizarrón? Una de las chicas pasó al frente. La “g” se apoderó de la tiza y se coló de golpe. “Gefe” se leía en el pizarrón. Fue allí que nos presentaron la de jirafa, que es también la de justicia, la de juventud y claro, la de juego. Vendimos pasajes a otras maestras de la escuela que aceptaron la idea de acompañar esta maravillosa idea de escucharnos y seguirnos. Con mis siete años y una tripulación a cargo salimos al patio. Terminábamos segundo grado orgullosos del viaje que nos esperaba.
En unos días volveremos al aula. Docentes y estudiantes. Directivos y supervisores estaremos en contacto. Comenzarán cada una de las conversaciones. Estarán las repetidas, las cotidianas, las urgidas. Habrá lugar para las novedosas, las disruptivas, las que se oponen, las que consensuan, las que dan voz a quienes callan. La conversación es una herramienta fundamental para la pedagogía, como señala Carlos Skliar, para una pedagogía de las diferencias. Se la habita con la particular posibilidad de volverla abierta, respetuosa, donde se expresen ideas, sentimientos y experiencias. La conversación no es un simple intercambio de información, es construir juntos un conocimiento nuevo y compartido. Es una herramienta para aprender de la alteridad, para enriquecer nuestra propia perspectiva y para construir una comunidad inclusiva. En la que se estableció con aquella maestra de segundo grado se construyeron muchos conocimientos, el uso de la “j” por ejemplo. Pero por sobre todas las cosas se habilitó la voz de siete años, la aguda sin fútbol y a partir de allí se estableció una posibilidad que trascendió el espacio del aula y el tiempo de los años. Dicha conversación se volvió un “llamado”. Un llamado a la acción.
Quizá conversar sea un gesto y ese gesto una oportunidad. Skliar señala en su libro Pedagogía de las diferencias: “un gesto, sí. El escribir hacia otros, porque hay quienes nos han hecho lo que somos, porque la vida está hecha de otros y porque juzgar – lo opuesto a la poesía – es un vozarrón que anuncia la tragedia de la separación, de la indiferencia. Dedicarse a escribir, dedicar la escritura”. El cuestionamiento a la pedagogía tradicional propone un enfoque alternativo basado en el reconocimiento y la valorización de la diversidad y la diferencia. Visibilizar las diferentes formas de ser y estar en el mundo, desafiando las representaciones hegemónicas y promoviendo el reconocimiento de la otredad. Otredad que en su sentido más amplio puede ser una fuente de inspiración y creación para docentes, estudiantes e instituciones. Ese nosotros desde lo otro, la posibilidad de tomar una actitud y posición para discutir nuevos horizontes, nuevos estilos y posibilidades. Construir el presente y habilitar el futuro que nos lleve a lo que Marlene Wayar denomina como “nostredad”, una nueva subjetividad que despierte una consciencia social de empatía mutua. Allí podremos establecer nuevos viajes. Al fin de cuentas, la luna puede entrar en el aula.
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