La denuncia contra el expresidente Alberto Fernández y la detención del hijo de un desaparecido, por el crimen de su madre, son presentados para indisponer a la sociedad hacia las políticas de derechos humanos y de protección a la mujer. Por el contrario demuestran la necesidad de fortalecer y profundizar esos valores porque han sido situaciones creadas por el patriarcado y el terrorismo de Estado.
Son escenarios que están en desarrollo. Cada quien puede creerle a cada uno de los protagonistas. La apariencia de paradoja está en que Alberto Fernández, que está denunciado como golpeador, fue promotor del Ministerio de la Mujer como herramienta institucional contra la discriminación y la violencia de género.
Esa falsa paradoja no solamente no desmerece la existencia del Ministerio, sino que subraya la necesidad de que exista. Los que han usado la denuncia de Fabiola Yáñez para caranchear en forma politiquera, al mismo tiempo son los que eliminaron el Ministerio de la Mujer y los que han rechazado la figura del femicidio como agravante en la justicia. En este caso, el castigo al golpeador no termina con esa práctica. Se requieren políticas que creen conciencia y formas de salvaguarda en un proceso que llevará tiempo para romper esa matriz de discriminación y explotación.
La paradoja es falsa porque la discriminación de género, el patriarcado, es una rémora que está en el entramado cultural de sociedades machistas desde su raíz. El machismo y la violencia de género atraviesan a todos los partidos políticos, de izquierda, de centro y de derecha. No importa en este caso si Alberto Fernández fue mal o buen presidente o si es peronista, radical o macrista. En todo caso, para el peronismo, y más en el kirchnerismo, el machismo y la violencia de género son aún más graves porque hay un debate sobre lo que significa y nadie se puede hacer el desentendido.
El asesinato de Susana Montoya y la detención de su hijo, Fernando Albareda, hijo de desaparecidos y activista de derechos humanos, llenó de dolor, congoja y confusión. La investigación aún está en marcha. Pero sea cual sea el resultado, se trata de una desgracia producto del terrorismo de Estado. De la misma forma que la denuncia contra Alberto Fernández, la tragedia cordobesa se revela como una explosión de horrores que dejó el paso del ex general Luciano Benjamín Menéndez por la provincia.
La historia de los protagonistas es desgarradora por la ferocidad que se abatió sobre sus vidas con el terrorismo de Estado. El país entero, nadie, ninguno, salió indemne. Más de 40 años de políticas de Memoria, Verdad y Justicia no alcanzaron para limpiar los efectos de un genocidio, para superar las lacras psicológicas del exterminio masivo de compatriotas, de la aplicación masiva del secuestro, la desaparición y la tortura como prácticas naturalizadas por una dictadura sangrienta.
Produce cansancio y saturación que se reconozca estas problemáticas solamente cuando conviene, por oportunismo político. Los políticos y los partidos son reflejo de la sociedad que los generó, con defectos agrandados, en algunos casos, por el influjo pernicioso de la cercanía con el poder. Pero está en los partidos la responsabilidad de cambiar esas lacras culturales. De no minimizar actitudes discriminatorias o los discursos y las formas autoritarias a partir de reconocer que no es un discurso de oportunidad, para la gilada, sino que son valores que fortalecen el basamento de una sociedad más respirable de la que tenemos.
Parece una broma que en esta semana, con el país conmocionado por estas historias, en el Congreso, los legisladores estén movilizados por el inminente debate sobre la visita de un grupo de ellos a genocidas condenados por violaciones a los derechos humanos. La política puesta al servicio del horror que todavía infecta a sectores de la sociedad por los efectos del terrorismo de Estado. “No aflojen, conserven la memoria” fue el mensaje del Papa Francisco que llegó cuando la Cámara de Diputados no podía reunir quorum para crear la comisión que debe investigar a los que se reunieron con los genocidas y conspiraban para liberarlos.
En un país que produce y exporta alimentos pero en el que la quinta parte de sus habitantes pasa hambre y está por debajo de la línea de indigencia, esa discusión ya tendría que haber sido saldada. Pero está latente y brota siempre en los mismos contextos.
Cuando las mayorías son sometidas a la pobreza y el sacrificio, cuando se les confisca el 17 por ciento de sus salarios y jubilaciones, se los despoja de sus derechos laborales y aumenta el precio de los alimentos, los remedios y el transporte, reaparecen, hermanados con estas políticas, los discursos de reivindicación de la dictadura. Resurgen los que aplican estas políticas y en muchos casos son apellidos y políticas que se repiten, disfrazadas de palabras como “el cambio” o “lo nuevo”, “yo nunca hice política”.
El otro decreto que espera en las gateras del Congreso es la modificación de la AFI y la asignación de cien millones de dólares para su funcionamiento. La maquinaria aceita sus engranajes. La gran paradoja es que lo hace bajo el discurso de la libertad, como cuando las dictaduras suprimían la democracia con la excusa de defenderla. Ahora se trata de libertad para el mercado, garrotazos para los demás.
La sociedad se acerca a una encrucijada en la que descubrirá que no hay nada nuevo en el sacrificio que se le exigió. Con este gobierno, lo que se perdió no se recupera. Pero no es la misma sociedad de las décadas anteriores y el comportamiento no es tan predecible. Hay señales, como la marcha del miércoles desde San Cayetano o la misma fila para acceder a la iglesia.
También circuló una encuesta esta semana, entre jóvenes de menos de 24 años en el área del AMBA, Conurbano y CABA y que publicó Pagina/12. Es un dato para tener en cuenta. Y es importante si se recuerda que el 70 por ciento del voto menor de 24 años se inclinó por Javier Milei en las elecciones presidenciales. En su mayoría fue un voto de expectativa, no de alineamiento ideológico. En esa zona blanda del voto libertario, el 80 por ciento califica de mala la situación y apenas el 30 por ciento de los jóvenes encuestados tiene imagen positiva del Presidente.
El descontento se extendió entre quienes lo votaron, aunque ese proceso todavía no llegó a la protesta. Pero es una sociedad distinta, el descontento tomó forma, pero no apareció la alternativa. La oposición no conectó con el desencantado. Tiene sus propios problemas, porque antes el desencanto fue con ella, que se confirma con hechos como el de Alberto Fernández. Ese empate en el rechazo frena el surgimiento de la alternativa que convenza.
No sería tan difícil convencer que no hay curro de los derechos humanos, ni curro en la solidaridad con los que menos tienen, ni degeneración sexual en las políticas de género. Basta la intención, discreta, casi mínima, de vivir en un país donde se respeten los derechos de las personas en forma humana y civilizada, donde la mujer no esté discriminada ni temerosa de sufrir violencia o donde no se vea a los pobres como un enemigo.
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