Hace ya muchos siglos que los hombres descubrieron el poder y los peligros que implican las ficciones. La palabra es tan poderosa que puede modificar la realidad y esto es algo que no a todos les gusta. Y que algunos usan de forma intencional para destruir el orden establecido con el objetivo de instaurar uno más acorde a sus intereses.
Esto lo aprendieron con sangre y fuego desde los cristianos perseguidos en Roma a las mujeres quemadas por la Iglesia triunfante en la Edad Media, los revolucionarios franceses que se valieron de la imprenta para difundir la palabra del nuevo orden y los que sufrieron cárceles, censura y muerte por elaborar teorías y ficciones que molestaban al poder.
Asociada a las imágenes, la palabra se vuelve aún más explosiva. Hollywood aprendió rápido eso que hoy se denomina “hiperstición”, un concepto desarrollado en los 90 por Nick Land y los muchachos alucinados de la Cybernetic Culture Research Unit, la famosa CCRU y que se refiere a la posibilidad que tienen ciertas ficciones de hacer realidad el futuro que predicen. En la primera Terminator, estrenada en 1.984 en los inicios de la era neoliberal, la pesadilla de un mundo dominado por las máquinas creó tanta angustia que en 1.991 hubo que darle una vuelta de tuerca la historia, una vez caído el muro de Berlín, para exorcizar una distopía cuya mera existencia trababa las nuevas fuerzas liberadas del capitalismo que ahora sí se podían lanzar a la conquista de las subjetividades mundiales.
Unos años más tarde la popularización de internet creó una red donde la palabra ahora es hipertexto, las imágenes se transforman en memes que al decir de Richard Dawkins son “estructuras vivientes” que “literalmente” parasitan los cerebros y nuestro sistema nervioso se ve sometido a un bombardeo constante de estímulos que nunca antes habíamos experimentados como humanidad.
Es en el contexto de esta revolución que, en opinión de muchos, transformará de manera radical nuestro modo de vida con la misma intensidad con que lo hizo la imprenta de Gutenberg en el siglo XIII, que llegamos a esta distopía abrumadora que lleva el rostro de Javier Milei. Si consideramos, como afirma en su brillante libro Tegnosis (recién traducido al español por el sello Caja Negra), el escritor y periodista norteamericano Erik Davis, que la tecnología no es más que la religión por otros medios, entonces ha llegado la hora de considerar que no estamos disputando sentido con un movimiento político, sino con una nueva religión: la de los alucinados zombies que surgen de las entrañas de la red, dispuestos a hacer realidad los memes y las palabras envenenadas que han encontrado en internet un canal capaz de hacerles creer que pueden lanzarse a la conquista de las subjetividades del mundo entero con el objetivo de instaurar un nuevo orden.
Como nos advirtió Philip K. Dick en los años 80, mucho antes de que internet fuera lo que es hoy, “vivimos en una sociedad en la que falsas realidades son manufacturadas por medios, gobiernos, grandes corporaciones, grupos religiosos y políticos. Yo no desconfío de sus motivos, desconfío de su poder”.
En Tegnosis, Davis traza una historia milenaria que comienza en la creación de la escritura “como máquina” en tiempos egipcios y termina en los delirios lisérgicos de la contracultura californiana de los años 60 donde se forjaron las mentes de quienes hoy son los padres de la criatura. Es en Silicon Valley, territorio de los “grandes amigos” del presidente viajero, donde se puso en funcionamiento hace medio siglo el caldero en el que se cocieron antiguas visiones religiosas milenaristas, aturdidas fantasías de los cultores del new age, intrépidos experimentadores del LSD y fanáticos de las nuevas tecnologías que encontraron un espacio de expansión de sus ideas en las páginas de la revista Wired.
Cuando internet se volvió masiva, estos astutos constructores de falsas realidades ya estaban listos para entrar en acción munidos de un arsenal desconocido para el común de los mortales, con la capacidad de crear realidades alucinatorias con el sólo objetivo de incrementar su inconmensurable riqueza. Como afirma Davis en su libro, toda nueva tecnología ha supuesto para la humanidad un costado luminoso y otro oscuro, sólo que en este caso la oscuridad es “negra como la brea”.
Como lo afirman sin tapujos en los papers de las fundaciones que ellos mismos patrocinan, el sueño húmedo que los une es una sociedad global unificada bajo el imperio de la “gran mente tecnológica”, que haga realidad la “nueva Jerusalén” del Apocalipsis bíblico. Para ello, necesitan destruir los “viejos y burocráticos estado-nación” que obstaculizan sus planes con sus “vanas pretensiones regulatorias” y que encima tienen el tupé que querer cobrarles impuestos a sus millonarias fortunas. Munidos de algoritmos y metadatos a granel, inflaman con sus billetes la nueva cultura tecnolibertaria que ha encontrado en la Argentina de Milei el territorio perfecto para su primer experimento a gran escala.
La dirigencia política opositora haría muy bien en tomar nota de la poderosa distopía que tiene por delante. Para ello, es necesario caracterizar con precisión a esta nueva religión que encuentra sus adeptos en los desesperados excluidos del capitalismo de plataformas y sus patrocinadores en los astutos beneficiarios de la hiperconcentración de riqueza que se aceleró a nivel mundial a partir de la crisis financiera de 2008. Antes de que la hiperstición se haga realidad y nos ahogue en este mar de internet justo cuando creemos que estamos navegando.
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