Hugo preguntaba curioso sobre cada cosa. No dejaba pasar una. Le gustaba ganar siempre, convencer. Las charlas con él eran un patchwork de anécdotas con las que invitaba a recorrer la vida de un militante apasionado, lúcido, implacable, solidario.
“Basta Huguin, tenemos que cerrar”, había que cortarlo. Las historias se hilvanaban sin fin y el diario impone un final impostergable. Disfrutaba ponerse a prueba cada día con la definición, la creatividad, la exigencia de ese título para recordar más allá de lo efímero del día a día. Muchas de esas tapas icónicas tienen su sello y seguirán sorprendiendo, provocando.
“¿Cómo puede ser que hablemos tantas horas todos los días?”, nos decía a Vicky y a mí, asombrado y admirado de un trabajo que abduce. Supo encontrar el tiempo y el registro para contar lo vivido en entrañables contratapas que se convirtieron luego en dos libros: Los días eran así y Las cartas del capitán.
Las presentaciones de esos libros las pensó como homenajes a quienes quería por sobre todo y lo arropaban cada día: su compañera Laura y sus hijos Joaco, Paula y Jorge, la infinidad de amistades que había tejido a lo largo de años, las Madres y las Abuelas y “Los presitos”, como llamaba, con ironía, a sus compañeros en los años de prisión durante la dictadura. Ver a esos hombres curtidos por la vida emocionarse ante los relatos atravesados por el dolor y el humor desgarrante, salvador, conmovía. Estaba al tanto de todo y tenía la admirable virtud de generar confianza con los interlocutores más impensados. Le encantaba recorrer los cafés, sentarse a observar personajes, charlar, buscar entender y descubrir síntomas de lo que iba pasando.
“No soy necio”, bromeaba cuando veía que su argumento podía flaquear. Era verdad, no era necio. Hablaba de frente, a veces con una sinceridad extrema. Y siempre, siempre, apelaba al humor. Vivía con pasión. Cada día era un proyecto, el empuje para seguir en una vorágine sostenida por el respeto y el cariño.
Escribir estas líneas en pasado es una puñalada al corazón.
“Las quiero chicas”, nos decía. Fue la contraseña para recomponer después de discutir hasta la exasperación. La seguridad de ese sentimiento compartido fue el combustible que nos alimentó a lo largo de tantos años ya en la conducción de Página/12. Los inolvidables días eran así. Difícil imaginar cómo seguirán siendo esos días sin Hugo.
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