En los últimos años se naturalizó la expresión “finjamos demencia”. Un escudo protector ante la barbarie. La barbarie de las políticas y la barbarie de las palabras. Día a día venimos conviviendo con discursos odiantes, descalificadores, soeces que emanan de boca del Presidente.
Un tipejo entronizado por el voto popular. Legitimado en la elección de un sistema al que desprecia, se ufana de su “crueldad” mientras un séquito de serviles lo ovaciona. Apela al eficaz artilugio de apropiarse del sustantivo para vaciar de contenido las críticas de quienes se horrorizan ante sus decisiones y sus acciones.
No será momento de recuperar cordura.
Es cierto que una mirada hacia los poderosos del mundo no anima demasiado el ejercicio. Cientos de miles de gazatíes sometidos al exterminio, Trump actuando de decadente sheriff de occidente, un supermillonario apropiándose de Venecia para festejar su boda, son apenas las últimas expresiones de una descomposición que nos excede.
La tarea aparece desmesurada porque desmesurada es la barbarie.
Fingir demencia es, paradójicamente, tranquilizador. Es un refugio en el que creemos aislarnos de ese odio que horada mentes y cuerpos. Un refugio en el que queremos creer. Pero no hay cúpula de hierro infranqueable.
La cordura es, a veces, agobiante. Hay que hacerse cargo y empezar a tejer una trama que recupere la humanidad. Una trama que repela a seres rotos que manejan el odio como arma de sometimiento. Inventar puntadas que zurzan heridas y creen un nuevo bordado.
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